Volvía del trabajo en el colectivo. La misma linea que tomaba desde hacía 20 años. La misma linea donde lloró irremediablemente sin saber porqué ,durante una hora en una primavera de mayo tal día como hoy. La misma en la que, en su día, Débora le besó cuando volvían de aquel concierto memorable de Silvio en las escaleras de la antigua universidad donde el Ché perpetraba vigilante su mirada Kordiana en las paredes. Había tenido suerte esa noche porque encontró el transporte de pura casualidad. Era un obsequio de los franceses. No venía de trabajar, ni siquiera de pasear por el centro. Venía de parranda, de juguetear varias cuadras más atrás con Carlos, Santiago y Alberto. Mañana sería otro día revolucionario, de esos que parecen iguales pero que serán diferentes a su conciencia. Cuando se bajó del colectivo, se perdió por la calle de las columnas que Carpentier diseñó en sus libros. En las esquinas lúgubres, las mamis atrenzaban a sus niñas, y los desheredados del partido ofrecían sus servicios sexuales a los turistas rezagados y noctámbulos con insinuaciones de baile. Juan le esperaba en una antigua cama, pero la noche era joven para él. Más tarde, en los charcos del malecón, se fundió en un abrazo cálido con la brisa de la bahía. No parecía preocuparse, era como estar en casa aunque le seguían llamando El Gringo. Aún eran las tres de la madrugada y el ron corría por los tejados de La Habana.
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