A Celes lo habían despedido después de trabajar durante 25 años en la empresa metalúrgica de su pueblo. En su último día, el décimo cuarto jefe de su vida laboral, un joven de 33 años, lo despachó con una palmadita en el hombro agradeciéndole los servicios prestados y bla bla bla. 25 años se volatibizaban en una mierda sentimental metalizada, en un abrir y cerrar de ojos. Toda una producción vital limitada a un vano y terrible sentimiento de vacío, liderado por una frase que le desgarraba la ingle. "¿Y ahora qué? "
Así que después de...Celes, se resignó y se marchó a su casa, solo, como siempre, como cada habían sido los días efímeros, después de la muerte de Rita, su alma gemela, a la que amó y se llevó al otro barrio un síndrome cancerígeno. Se quedaba solo en su casa heredada. A solas con la sala de trofeos de su salón, donde las vitrinas rebosaban de copas sufridas con el sudor de sus pies, cuando corría y superaba maratones sin apenas despeinarse.
Después de tres días, la cola de la oficina de empleo le generaba cierta ansiedad. A las 7 de la mañana llegó a coger el número 85, con suerte llegaría a mediodía aguantando la cola, aunque aquello no era nada para un jabato que había soportado durante toda su vida kilómetros de asfalto bajo la planta de sus pies y cargas y descargas continúas en los altos hornos.
Cuando alcanzó la sala, miró a su alrededor. Allí campaban sin sus anchas, niñas de apenas 20 años , jóvenes con algo más de treinta y cuarentones que le precedían en la espera de la firma del contrato en el que decías que estabas parado, inerte, con vértigo social y la moral insegura de ti mismo. Todo era extraño, pensó que con 54 años su cuerpo ya no estaba para la burocracia infradesarrollada en un país supuestamente desarrollado ni para tantos trotes absurdos . Los pitidos de turno sonaban en progresiones aritméticas realentizadas. Haled, un inmigrante tunecino que cantaba a susurros a su lado, le intentó consolar cuando lo vió perdido en sus pensamientos. Le dijo que tuviera paciencia. -“no sé si la tendré, es la primera vez que vengo” le contestó-, los ojos de Haled se helaron un instante para exhalar -¡Yo lo flipo! y volvió con entusiasmo a susurrar la canción árabe que cantaba desde la nota del estribillo que había abandonado.- Cele lo miró y experimentó por primera vez que los tiempos habían cambiado. Giró la cabeza y se concentró en la guapa funcionaria que atendía a los que allí esperaban su calvario personal. Mirarla le hacía sentirse menos inútil. Así que fantaseó durante la hora siguiente imaginándosela con sus medias rasgadas y difuminadas, como si quisieran crear un cuadro simbolista improvisado de sus carreras de antaño y triunfara recorriéndolas una y otra vez con las papilas putativas de su lengua sudorosa.
Después de tres días, la cola de la oficina de empleo le generaba cierta ansiedad. A las 7 de la mañana llegó a coger el número 85, con suerte llegaría a mediodía aguantando la cola, aunque aquello no era nada para un jabato que había soportado durante toda su vida kilómetros de asfalto bajo la planta de sus pies y cargas y descargas continúas en los altos hornos.
Cuando alcanzó la sala, miró a su alrededor. Allí campaban sin sus anchas, niñas de apenas 20 años , jóvenes con algo más de treinta y cuarentones que le precedían en la espera de la firma del contrato en el que decías que estabas parado, inerte, con vértigo social y la moral insegura de ti mismo. Todo era extraño, pensó que con 54 años su cuerpo ya no estaba para la burocracia infradesarrollada en un país supuestamente desarrollado ni para tantos trotes absurdos . Los pitidos de turno sonaban en progresiones aritméticas realentizadas. Haled, un inmigrante tunecino que cantaba a susurros a su lado, le intentó consolar cuando lo vió perdido en sus pensamientos. Le dijo que tuviera paciencia. -“no sé si la tendré, es la primera vez que vengo” le contestó-, los ojos de Haled se helaron un instante para exhalar -¡Yo lo flipo! y volvió con entusiasmo a susurrar la canción árabe que cantaba desde la nota del estribillo que había abandonado.- Cele lo miró y experimentó por primera vez que los tiempos habían cambiado. Giró la cabeza y se concentró en la guapa funcionaria que atendía a los que allí esperaban su calvario personal. Mirarla le hacía sentirse menos inútil. Así que fantaseó durante la hora siguiente imaginándosela con sus medias rasgadas y difuminadas, como si quisieran crear un cuadro simbolista improvisado de sus carreras de antaño y triunfara recorriéndolas una y otra vez con las papilas putativas de su lengua sudorosa.
Sin salir de su ensoñación, el pitido de la cola le despertó. El 84 le sonó al redoble de una campanilla de última vuelta , ya faltaba poco. Miró el reloj que avanzaba feroz hacía la hora fatal. Efectivamente ya eran las 12.30 pasadas. Confiado en que un hilo de esperanza se acercaba...vio como el último desempleado abandonaba la mesa de la funcionaria. En ese momento se levantó sonriente pero ella colocó un cartel frente a su mesa “ SALÍ A DESAYUNAR” Cele la vio salir con su mirada, giró la cabeza hacia el reloj. Eran las 12.33. Se volvió a sentar derrotado y suspiró profundamente en un pensamiento sordo, mientras el resto de parados se rasgaban las vestiduras arrancándose los pelos y cagándose en la mismísima batalla de Lepanto, en la madre que parió al presidente y sus condiscípulos ministeriales y en la santa madre iglesia.
Una hora más tarde ya en su casa. Se fijó en sus viejos trofeos. El silencio de la soledad de aquel corredor de fondo, le hizo reaccionar y subió al desván. De una carcomida caja de cartón extrajo su viejo equipaje con la mítica camisa de asillas amarilla y pintada con el logotipo de Cacaolat. Los años la habían esculpido con cicatrices descoloridas pero seguía sirviéndole.
Sin pensárselo dos veces, tomó dos botellas de agua, una mochila y se lanzó a correr al monte y soñar que volvía a pulverizar todas las marcas. Sus piernas aún se mantenían fuertes. Era lo único que le quedaba: correr, y correr. Correr, como siempre lo había hecho en la carrera de su vida. Correr, era lo único que no le haría sentirse un abandonado y un desperdicio social.
4 comentarios:
Mi desesperación ha llegado a ser tu compañera mortal,
y se agarra al más leve de tus favores, pretendiendo arrastrarte
hasta la caverna de las lágrimas.
Has destrozado mi libertad, y, con su ruina, te has
fabricado tu propia prisión
Que real, conozco alguna persona que después de una vida entera trabajando en la misma empresa está a punto de que cierren y se tenga que ir a la calle. 58 años, 37 en la misma empresa, y ni un puto día de baja. Y ahora tiene que estar echando cuentas para saber como lo hace para quedarse con una pensión digna si mañana va y han cerrado la puerta.
Durante toda la lectura has logrado que me metiera en la piel de Celes, impresionante relato, y por desgracia, tan real como la vida misma hoy en día.
Tremendo relato y realmente desgarrador,pero tanreal como la vida diaria de muchos parados.
Besos
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