La puerta del ascensor se abrió en la planta 7. El panorama era desolador. La sala de espera estaba atiborrada de gente. Niños que lloraban en brazos de sus madres. Señoras mayores que se sostenían casí dormidas en sus bastones. Madres embarazadas con caras desencajadas. Señores paseando de una esquina a otra. Enfermeras corriendo de un lado a otro con bandejas de medicamentos. Era un mundo diferente. Un mundo escondido en aquel hospital de todos y para todos. Una situación muy alejada de la realidad que querían mostrar los políticos responsables de la sanidad pública.
Aunque era muy joven , apenas contaba con 23 años, por primera vez se sintió mentido. Dos décimas de fiebre eran las culpables de que su madre lo hubiese llevado al servicio de urgencias. Como estaba colapsado, lo habían enviado a la séptima planta. La de enfermedades cardiorespiratorias, donde se había improvisado una consulta de diagnóstico rápido. Se sentó a esperar. Todos eran sospechosos, todos se miraban los unos a otros mientras el conciertos de tos destornudos y orgías de pañuelos impregnados de mocos se adueñaban de la sala. Nadie allí podía pensar que estaba a salvo. Ni siquiera el llanto de los niños pequeños le consolaba. Se sentía como un bicho raro.
Después de dos horas de espera. Entró a revisión. Le explicó al médico sus síntomas. Le oscultó, mientras le obligaba a toser. Lo único que recibió a cambio fue una hoja de instrucciones higiénicas que devería cumplir a raja tabla durante las siguientes dos semanas. La receta, era por si las moscas: guardar cuarentena en su habitación.
La madre se preocupó más aún cuando en la farmacia se habían agotado las mascarillas. Entonces se acordó de que en casa guardaba una de cuando se había puesto enferma de varicela. Cuando llegaron a casa. La madre lo acompañó hasta su habitación. Le dio la mascarilla y cerró la puerta con cuidado como si no fuera a ver a su hijo nunca más.
Al día siguiente sonó un toc en la puerta de la habitación. Se abrió sigilosamente y un plato con judias se deslizó junto al marco inferior. -Toma necesitas ponerte fuerte- dijo la madre. Se levantó de la cama, cogió el plato y el zumo de naranja que le había preparado su madre. El azar había elegido que se llamara Gregorio Samuel Sánchez. Allí estaba, encerrado bajo cuatro paredes. Aun tenía alguna décima de fiebre pero su cuerpo se sentía relativamente bien.
La madre se preocupó más aún cuando en la farmacia se habían agotado las mascarillas. Entonces se acordó de que en casa guardaba una de cuando se había puesto enferma de varicela. Cuando llegaron a casa. La madre lo acompañó hasta su habitación. Le dio la mascarilla y cerró la puerta con cuidado como si no fuera a ver a su hijo nunca más.
Al día siguiente sonó un toc en la puerta de la habitación. Se abrió sigilosamente y un plato con judias se deslizó junto al marco inferior. -Toma necesitas ponerte fuerte- dijo la madre. Se levantó de la cama, cogió el plato y el zumo de naranja que le había preparado su madre. El azar había elegido que se llamara Gregorio Samuel Sánchez. Allí estaba, encerrado bajo cuatro paredes. Aun tenía alguna décima de fiebre pero su cuerpo se sentía relativamente bien.
Los siguientes días fueron agobiantes. Había conseguido hacer un pequeño agujero en la mascarilla a la altura de la boca para introducir el último cigarro que le quedaba. Estaba cansado de ver la tele. Lo habían visitado los amigos ,las amigas, los familiares y algunos conocidos pero no los había podido ver, así que tuvo que conformarse con hablar con ellos desde detrás de la puerta, como si de un confesionario se tratase. Era verano y el calor era insoportable. Aquello era lo más parecido a estar en la cárcel pero las autoridades sanitarias habían extremado todas las precauciones ante los más ligeros síntomas. La paranoía mundial ya estaba en marcha. Se acordó de La metamorfosis, el libro que había leído en el instituto y entoces fue cuando comprendio y fue consciente de la tortura de su protagonista. El calvario duró dos semanas más.
En el mes de octubre más de la mitad de la población mundial se encontraba en cuarentena. Gregorio Samuel caminaba por la calle sin mascarilla, tachando en una libreta a los amigos , familiares y conocidos a los que ya había visitado. Todos ellos le había dicho anterioremente que a ellos nunca les tocaría:
Se equivocaban.
1 comentario:
Más real que la vida misma...
Un abrazo.
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