lunes, 13 de junio de 2011

UNA PALOMA BLANCA

Fueron 20 segundos. Los justos en los que la guagua se detuvo en la parada. Yo iba ensimismado en la lectura de un libro sobre trenes hacia  Tokio de Alberto Olmos, cuando la vi a través del cristal. Una paloma blanca  reposaba bajo el guarda raíl que separaba el autopista de la parada. La gente las llama las ratas del aire, los expertos municipales siempre se quejan de la cantidad de enfermedades que transmiten, a muchos les dan asco, pero aquella, aquella paloma, no. Aquella paloma parecía impoluta. Blanca, como siempre ha pretendido que la miren  la paz. Respiraba un aire que la hacía esbelta, limpia, pura y me miraba con unos  ojos  brillantes y  naranjas. Me fijé en que tenía  el ala rota. Miraba en todas direcciones como si se preguntara cómo había llegado hasta allí y  lo peor de todo cómo si estuviera pidiéndome ayuda con un grito silencioso para que la sacará de aquel atolladero en el que se había metido.  A la izquierda: cruzar el autopista por donde cientos de coches volaban por el asfalto, era una muerte segura. Al otro lado, el petril que la separaba del suelo media unos 50 centímetros de altura y parecía más asequible. Me miró atentamente durante unos segundos, el tiempo se detuvo en ese instante. Su mirada me penetró como si me pidiera un consejo impotente tras el cristal. No le pude contestar, la guagua salió disparada hacia su destino mientras aquella paloma blanca se quedaba en la última, en su última parada y yo soñaba con salvarla y poder algún día viajar en un tren hacia Tokio.

1 comentario:

Beatriz dijo...

Una paloma siempre es un símbolo