
Sin darse cuenta tropezó con una piedra en el camino y cayó al suelo. Sus lágrimas se aglomeraron con sus labios. Comenzó a reír a carcajadas justo cuando el tren de las 00:00 pasaba. Ya era el 10 de agosto de 1945. El sonido de la locomotora se comió sus carcajadas que se transformaron en carbón para la caldera. Era un tren de medicinas que se dirigía veloz a Nagasaki. Fue una de las pocas afortunadas. La onda expansiva la había encontrado lejos del epicentro y ahora deambulaba sonámbula, confundida por los prados de arroz. No se dio cuenta, su cuerpo estaba indemne. Sin embargo, su preciosa tez blanca y de ojos rasgados se habían diluído hacía unas horas por el calor. Ella aún no se había dado cuenta. Ni siquiera sentía dolor. Pasó el tren y siguió riendo junto a las vías heladas por la radiación nuclear. A los pocos segundos, la lluvia negra volvía otra vez a caer sobre su cabeza.
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