jueves, 23 de octubre de 2008

DESDE NORMANDÍA A AUSWITCHZ (ARROMANCHES)

ARROMANCHES: EL PUERTO FANTASMA
Llegué a Arromanches a unos 25 Kilómetros de Caen, cuando ya había caído la oscuridad. El pueblo era pequeño, apenas 500 habitantes. Los pocos turistas que se acercan aquí lo hacen para apreciar los restos de la batalla de Normandía. No me detuve a explorarlo porque apenas se podía ver mas allá de las farolas de las calles desiertas.
Después de dar varias vueltas por el centro, bajé junto a la playa. No podía ver el horizonte pero se suponía que delante de mí deberían estar las grandes moles de cemento del antiguo puerto de Arromanches. Un puerto artificial que construyeron los ingenieros ingleses para desembarcar desde los grandes barcos, material, alimentos, munición y demás mercancías para la invasión.


La ciudad se extiende a lo largo la región costera llamada Gold Beach , nombre en clave puesto durante el desembarco del Día D por las fuerzas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial. Arromanches fue seleccionado como uno de los sitios para la construcción de dos puertos Mulberry (codificados como A y B). Aún se conservan hasta el día de hoy bloques de hormigón sobre la arena que formaron parte del puerto, lamentablemente dichos restos es lo poco que queda del puerto B tras el paso, sobre todo, de un tornado y del tiempo. Pero decidí que todo eso lo vería al amanecer porque el agotamiento del día me había superado.


Llovía con timidez, aunque la noche era calurosa. Eran casi las 11 y todos los establecimientos estaban cerrados o a punto de cerrar. Necesitaba cargar mi móvil aunque fuera treinta minutos para poder llamar a casa. En mitad de una de las calles adyacentes a la bahía, encontré un pub irlandés donde franceses y turistas ingleses apuraban las últimas cervezas del día. El lugar era acogedor, con paredes de madera decoradas con carteles de distintos tipos de cerveza. Dos chicas muy guapas servían tras la barra. Una de ellas no tendría ni 21 años, pero sus facciones me descifraban un aspecto de madurez que coqueteaba con su juventud. Vestía un delantal blanco sólo manchado por la huellas de dedos mojados que pincelaban una falda negra que hacía juego con un camisa de nylon del mismo color que se pegaba a su cuerpo resaltando sus senos. Su pelo corto y moreno y su cara angelical me animaron a pedir una pinta de cerveza negra que ella me trajo con una sonrisa que heló en un instante el calor de aquella noche lluviosa.
Me decidí a hacer tiempo para cargar mi móvil junto a la mesa donde me había sentado y de paso, regalarme unos minutos para observarla mientras trabajaba sirviendo en las últimas horas de un día agotador. Apenas diez minutos más tarde mi idílica y privilegiada posición frente a la barra se empañó cuando varios americanos, con unas copas de más, invadían el local con un arrebato de alegría festera. Noté la cara de infarto que se dibujó en la dulce cara de la camarera y nos miramos con complicidad. Le respondí con una pequeña sonrisa que hizo trabajar a la comisura derecha de mi boca. Una sonrisa sobria que desentrañaba la timidez innata desde mi adolescencia, pero cargada de un ardiente deseo de yacer con ella en alguna playa, alejada de aquel lugar.
La inesperada llegada, aceleró la recogida y cierre del bar y sin apenas mirar a la camarera pagué la cuenta , cogí mi cargador y abandoné el bar bromeando con los americanos sobre mi condición de español. Grité un cutre ¡Olé! cuando me gritaron "español" al pasar junto a ellos. Era algo extraño para mí que acertaran con mi nacionalidad. Hasta el momento todas las personas que se habían dirigido a mí me preguntaban ¿Are you Italian?
Volví al coche. Saqué el mini saco de dormir para temperaturas no inferiores a 12 o 15 grados que guardaba en la mochila, vestí mi cuerpo con él y recliné el asiento del copiloto casi horizontalmente. El respaldo de cabeza hizo de almohada y bajo el cielo de Arromanches y las gotas de lluvía que empañaban el cristal del coche, encontré el sueño pasada la medianoche.

Por la mañana me despertó el ladrido de un perro que paseaba con su dueña. El Rocío de la mañana se me metió en la piel. Los critales empañados por la humedad de la noche se evaporaron cuando abrí la puerta del coche. Me desperecé y estiré las piernas después de dormir toda la noche en posición fetal. Sentía un ligero cosquilleo en los pies que se marchó nada más caminar unos metros. Desayuné un poco de jugo de melocotón que me quedaba en un minitetrabrik que había comprado en Paris días atrás. Bajé a la playa y pude ver todo lo que al oscuridad de la noche anterior me había robado. Frente a mí, se extendía una hermosa playa de arena blanca. El día era espléndido así que decidí caminar por la orilla para refrescar mis molidas piernas. La marea estaba alta pero sin embargo se podía ir a pie hasta más de 50 metros mar adentro sin que el agua te superara las rodillas. En la costa descansaban enormes moles de hierro que habían conformado el antiguo puerto artificial. Se alineaban en forma circular a lo largo de toda la había. Era difícil calcular cuánto podía medir el perímetro pero era enorme. Las moles eran rectangulares y las más lejanas podía estar a unos mil metros mar adentro, se podían ver desde la orilla como si fueran grandes escalones construídos para caminar dando saltos en la linea del horizonte.
Me acerqué al bloque más cercano a la orilla a unos 20 metros de mí. Lo toqué. Estaba hueco por dentro. Se podía oír el eco del agua golpeando en su interior tímidamente. Lo que parecía un número de serie escrito con pintura blanca lo identificaba del resto de bloques. Volví a la orilla, cerca había una antigua rampa para el desembarco de barcos. Me acerqué de nuevo a la explanada del muelle junto al museo de Arromanches. Dos cañones antiaéreos escoltaban la puerta del museo, y frente a él, en los jardines de las pequeñas casas adosadas de verano que utilizaban los franceses, se plantaba la bandera americana y la de la conmemoración de los 60 años del desembarco. Vi una de las colinas que guardaban la costa en uno de los extremos del pueblo. En lo alto, un tanque Sherman americano con el número 55 vigilaba toda la costa al lado de una casa que destacaba por dos cúpulas en forma de cono. Subí y pude admirar el increible perfil de la costa de Arromanches con sus acantilados al fondo y los grandes bloques descansando en el agua del mar como si formaran las piezas de un puzzle incompleto. Eran ya casi las diez de la mañana y el silencio en Arromanches era palpable. Apenas se veía gente en las callejuelas. Los primeros comerciantes empezaban a abrir sus comercios. Tal vez hoy pudieran vender algunos souvenirs a las excuriones de turistas que desde las once comenzarían a llegar para visitar el museo. Auténtico sostén de la economía veraniega de este pueblecito costero.

2 comentarios:

lowylogo dijo...

Hola consciencia global, te agradezco tu comentario y la aprticipación en el blog. Crearé un enlace a vuestro blog. Gracias.

almassy dijo...

la verdad que el blog está genial iván. la verdad que no has parao de escribir! genial! es una gozada leerte. espero poder pasar por aquí más amenudo. besitos..
por cierto, espero la invitación a una cena que me debes jejjejej
ire