domingo, 26 de octubre de 2008

RELATOS DE UN INSTANTE (LA ÚLTIMA ESTACIÓN)

El viaje comenzaba en la estación 23. Como el resto de la gente, seguí mis propios pasos a lo largo de la caverna de azulejos que se dirigían a la zona de espera. Los carteles decoraban y plasmaban las distintas variedades que ofrecía la ciudad e invitaban a salir al exterior, pero como todo el mundo, me encaminaba a ninguna parte, seguía al resto de la manada. Me apetecía ir a pasear al centro, no tenía nada que hacer, ningún cargo a mi favor y nada más que un simple bono de metro suficiente para tres días. Bajé por las escaleras del subway que me llevaron en un primer instante, a apreciar el eco de viejos músicos buscando una moneda que pagase la deuda pendiente de un talento desaprovechado. Allí, en aquel improvisado auditorio bajo tierra, cada día se abría un nuevo mundo de notas musicales, ruido de vías y gente con un destino diferente. El tren no tardó en llegar, las puertas se abrieron rápidamente y tras unos pequeños empujones busqué un rincón del vagón.

Era una máquina desgastada por los años, de color rojo y plata con apoyaderos de color blanco. Estaba repletó de gente, miré alrededor mientras las puertas del compartimiento se cerraban y el tren tomaba rumbo a la siguiente estación. Una señora no lejos de mí leía el último bestseler de moda, eché un vistazo al título: “ La última llama del corazón”, lo conocía muy bien, solía visitar las librerías de la ciudad a menudo y era uno de esos libros que tienen todos los ingredientes para pasárselo en grande sin tener que pensar mucho y que todos los libreros de la ciudad exponían como su gran tesoro en los escaparates de sus tiendas. Cerca de mí, oía como dos chicos conversaban sobre sus planes para el próximo fin de semana, sentado tras de ellos, una anciana, acompañada por quien podría ser su hija, sujetaba una bolsa con los últimos restos de comida del día que reposaban tras el transparente plástico a la espera del mordisco de algún perro vagabundo. No acabé de observar el resto del vagón cuando la estación 24 asomaba por una de las ventanillas y ,como no, afuera, algunos pasajeros esperaban el turno de abordaje.
Se abrieron las puertas y el vagón quedó casi desierto, se bajó la mitad del pasaje. Ahora apenas éramos quince en el vagón- Entonces la vi. Estaba en la esquina, resguardada y con una cara de ángel que dio un vuelco al pulso de mi corazón. Un ángel del cielo, que sacudió mis adentros. Apenas tuve tiempo para acercarme a ella cuando de improviso, una gran masa de pasajeros abarrotó de nuevo el pequeño espacio de acero. A los pocos segundos, el gusano mecánico se puso en movimiento. Ahora, desde mi posición, no podía verla claramente pero el cristal frente a ella me ofrecía sus servicios como un amigable espía. A través del vidrio sus facciones eran perfectas, su cara era lisa, limpia de suciedades, los pómulos eran poco pronunciados pero daban contorno a un rostro maravilloso, ovalado, de ojos claros, cuyo color no llegaba a distinguir y que cuadraban simétricamente con una nariz ni muy larga ni muy pequeña y un poco puntiaguda. Todo aquello culminaba en los labios más perfectos que mi mente podría haber imaginado nunca. Disimuladamente seguí mirando el reflejo del cristal, con miedo a que pudiese sospechar de mi interés. Pensé que a simple vista no llamaría la atención. Su aspecto resultaba sencillo, llevaba un vestido de un color naranja muy suave y su pelo descansaba sobre un pañuelo marrón claro. Leía un pequeño libro de color rojo que la hacía más misteriosa aún. No sé si llamarlo flechazo, pero no sabía muy bien a que atribuir aquella atracción repentina. No se trataba de nada físico, era algo platónico. Mirando las facciones de su rostro, un torbellino de pensamientos pasó por mi mente en menos de un segundo.

Caminábamos por una playa de la costa este, alejados del mundanal ruido de la ciudad sin nada en lo que pensar, solos, ella y yo. Comprendí que era la única persona en el mundo que me podía comprender, era la cura a todos mis miedos, sus ojos hablaban el lenguaje de mis pensamientos y cada pestañeo me incitaba a decirle que quería estar con ella toda la vida pero había algo que me impedía hacerlo. No tenía nada que perder, era soltero, no tenía compromiso alguno, mi vida había sido muy solitaria hasta el momento, pero alguna fuerza del subconsciente susurraba que me dejase llevar. De pronto, en un arrebato, sus manos me llevaron hasta el agua, allí nadamos desnudos durante todo el día, sin ningún miedo, sin ningún pudor como dos almas perdidas que se divierten buscándose a sí mismas.

Un frenazo repentino me privó de la bucólica imagen, estaba en la estación 25. Por un momento perdí la orientación, miré al fondo del vagón con una ansiedad que se calmó al comprobar que ella seguía allí. Las puertas del vagón volvieron a cerrarse y el tren se puso en marcha. No recordé que la estación 25 era mi parada aunque no le di importancia, nunca había tenido un viaje en metro tan interesante y pensé que valía la pena seguirlo hasta el final, al fin y al cabo, ¿Qué tenía que perder?.
Desde el refugio que me ofrecían los pasajeros del vagón, seguí observándola mientras ella leía el misterioso libro rojo. Era extraño, parecía que estuviese atrapada en él. No apartaba sus ojos de las páginas que pasaba con gran lentitud mientras que su boca esbozaba una tierna sonrisa de niña. Decidí acercarme y sigilosamente encaminé mis pasos hacía ella. Me senté en su banco y la salude con un ligero movimiento de cabeza y una sonrisa indiferente que ella me devolvió en un segundo de solidaridad. Creí que no había percibido que no era uno de los suyos y sin dejar de mirar al libro me dijo: - ¿Qué te trae por aquí?, los tuyos no suelen usar esta línea-. Me quedé sin habla, me sentí como si me conociese de toda la vida, pero ¿Qué significaba “los tuyos”?

¿A qué te refieres con eso? le dije. -Sí, sueles apearte en la anterior parada. Es la parada de los solitarios. Allí se bajan los tuyos.¿Porqué no lo has hecho hoy?- De repente un sudor frío me recorrió todo el cuerpo. Por un instante los papeles se habían invertido. Mi propia atracción hacia ella se había transformado en miedo a ser descubierto. Parecía que podía leer mis pensamientos. Así que decidí no pensar nada por un momento. Miré al fondo del vagón que me pareció interminable. Allí estaba el resto de la gente, a lo suyo, como si nuestros cuerpos no existiesen, como si fuesen de cristal, un cristal que nos aislaba en un viaje infinito por los mundos subterráneos de la ciudad.

–No temas- me dijo mientras el resplandor de sus labios rosados que pintaban su sonrisa, iluminó todo el vagón. Milésimas de segundo duró el resplandor para darme cuenta de que mi pantalón y mi camisa se estrechaban cada vez más al cuerpo. Estaba completamente a expensas de tan misteriosa criatura. No acababa de recuperarme de la visión, cuando la puerta del compartimiento volvió a crujir para anunciar que la estación 26 ya estaba aquí. Esta vez, nadie bajó del vagón pero sin embargo un anciano encorvado subió encaminando sus pasos hacia nosotros. Era más bajo que yo y eso que mi estatura era media, por lo que lo podía considerarle bajito. Sus ropas estaban castigadas por el frío de los portales desiertos del invierno. Y los pelos de su barba sucia se peleaban con los escasos dientes que le quedaban. Entonces, sin mediar palabra, extendió la palma de su mano, sucia y arrugada por los años, los problemas y el duro trabajo de buscarse la vida diariamente. Sus párpados despertaron y sus ojos me hablaron. Miré a la chica del libro rojo, ella también me habló con sus ojos. Entre el cruce de iris y pupilas , saqué de mi bolsillo, el poco cambio que me quedaba para el habitual café de la estación 25 y se lo di al anciano. Poco importaba ya después de haberla pasado hacía unos minutos. El viejo llevaba una carpeta completamente nueva con dibujos de Peter Pan. Parecía un niño recién salido de la escuela. Me llamó la atención porque ante tanta miseria, la carpeta resplandecía los ojos y la cara del anciano al que en ese instante amé como si se tratase de mi padre. Llevándose las monedas al bolsillo, abrió la colorida carpeta y me regaló un dibujo. Sus líneas dejaban un rastro de noches frías ante un lápiz, pero ardientes trazos que mostraban la silueta de dos cuerpos mezclados entre arena y agua. Luego, sólo oí una palabra con voz ronca que salió de su dolida garganta. – Ella es tu destino – No acababa de decirlo cuando noté que el tren paraba en seco. Habíamos llegado a la última estación. Con una pasmosa velocidad, el viejo había abandonado el vagón al igual que el resto de los viajeros. Mi cabeza giró buscando la sonrisa tierna de la chica del libro rojo. ¡No estaba! Alcé la vista y observé como por el último escalón de la salida de servicio, los encajes de su vestido se perdían bajo el humo que escupía la gran ciudad en el exterior. Su libro reposaba junto a mí. ¿Lo había olvidado? o ¿Lo había dejado a propósito? Un suspiro de alegría esperanzadora recorrió mis venas y con la curiosidad que me apoderaba tras tan extraño viaje, Abrí el libro y leí la primera página.

Caminábamos por una playa de la costa este, alejados del mundanal ruido de la ciudad sin nada en lo que pensar, solos, ella y yo. Comprendí que era la única persona en el mundo que me podía comprender, era la cura a todos mis miedos, sus ojos hablaban el lenguaje de mis pensamientos y cada pestañeo me incitaba a decirle que quería estar con ella toda la vida pero había algo que me impedía hacerlo. No tenía nada que perder, era soltero, no tenía compromiso alguno, mi vida había sido muy solitaria hasta el momento, pero alguna fuerza del subconsciente susurraba que me dejase llevar. De pronto, en un arrebato, sus manos me llevaron hasta el agua, allí nadamos desnudos durante todo el día, sin ningún miedo, sin ningún pudor como dos almas perdidas que se divierten buscándose a sí mismas.



Mi estado de paz se convirtió en un estremecimiento eterno. Salí del vagón. La estación estaba desierta, corrí hasta la calle con la esperanza de encontrarla pero nada volvió a ser como antes. Ojeé por última vez el libro, allí estaba, más rojo que nunca, rojo como la pasión de las palabras de aquella primera página. La volví a leer y pasé la hoja. El resto del libro estaba completamente en blanco, cientos de páginas en blanco aún por escribir, cientos de páginas aún por ser vividas. Quizás… en la próxima estación.

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