Toda una mañana en Saint Michel me bastó para apreciar el halo mágico q
ue rodea a esta montaña que la caprichosa naturaleza se encargó de colocar en mitad de las marismas. Esperé durante una hora el autobús. Llevaba casi cuatro cargando el peso de mi mochila en toda mi visita a la abadía y ya no aguantaba más, cualquier paso se convertía ahora en una larga ditancia pero decidí caminar los dos kilómetros que separaban el islote de Pontorson. En ese preciso momento, llegó el autobús. Tuve suerte porque hacía un calor sahariano y sólo me quedaba media botella de agua para sofocar la sed en esos dos kilómetros. Así que nunca me alegré más de rociar mi cara con un aire acondicionado como el que me sopló en el autobús.
Regresé a Pontorson. La estación de tren era un desierto, sin un alma. De las vías del tren brotaban pequeñ
as plantas que se había hecho camino entre los hierros oxidados. La explanada de espera parecía un queso francés, repleta de baches, agujeros y gravilla. La situación se me antojaba como el comienzo de una pelí del oeste dirigida por Sergio Leone. El silencio de la estación se rompía cada cierto tiempo gracias al sonido de un paso a nivel con barrera por donde circulaban algunos coches desorientados. Pero el lugar no estaba desierto del todo. Como si de una aparición mariana se tratase, encontré a la jefa de estación detrás de una ventanilla. Era madura, vestía un uniforme azul y atendía a dos ancianos asiáticos con un inglés afrancesado.Ellos le respondían con un peor inglés japonés.

Regresé a Pontorson. La estación de tren era un desierto, sin un alma. De las vías del tren brotaban pequeñ

Por un momento la imaginé fumando un cigarro sentada con las piernas abiertas vestidas con medias negras, indicándome la puerta y la vía que tenía que coger. Me resultaba bastante atractiva pero todo su encanto se esfumó cuando abrió la boca. Intenté pedirle un billete para Caen chapurreando el poco de francés que había aprendido de mi mini diccionario y de las otras dos ocasiones en las que había visitado Francia pero me trató como una persona vulgar. Me decía que estaba demasiado estresada y que esperase unos minutos a que terminase de ajustar unos horarios.
Hacía cuatro años que me ví obligado a aprender las palabrás básicas del francés para acudir todos los días a París. En aquella ocasión me quedé a dormir a las afueras en casa de un amigo tinerfeño, Ciro, que andaba por aquella tierras estudiando violonchelo en el conservatorio.
De hecho lo conocí nada más llegar a París porque era hermano de una amiga y compañera de trabajo. Hacía meses atrás que quería visitar París y su hermana, altruistamente, me puso en contacto con él. Necesitaba hablar con alguien de su tierra durante unos días y no pude decir que no a tal invitación.
El día que aterricé en el eropuerto Charles de Gaulle me recibió como si me conociera de toda la vida y desde entonces me sentí como en casa, como si nuestra amistad se hubiera forjado en el mismo momento en el que cogió mi maleta para ayudarme a traspasar la aduana francesa.
Tardamos casi una hora en llegar a su casa. Vivía a las afueras en un tranquilo barrio. El piso era antiguo pero tenía su encanto. Dos habitaciones, un salón y un cuarto de baño tan estrecho que aveces tenía que pasar de lado para entrar. Me encantó levantarme la primera mañana y ducharme allí porque desde la pequeña ventana podía ver los tejados de teja gris de todo el barrio. Era Diciembre y hacía un frío terrible. Fue entonces cuando tomé conciencia de que estaba en Paris.
Ciro salía al conservatorio muy temprano, yo me levantaba solo en casa y claro, todos los diás tenía que coger el tren de cercanías para llegar a París. En el piso vivía otro personaje muy peculiar. Tibor, era un Luthier de origen Húngaro que trabajaba en un taller creando arcos para violines, violas y violonchelos a las ordenes de uno de los mejores maestros de la profesión. Tenían encargos de músicos de todas partes del mundo. Cuando llegaba a casa por la noche, y subía las escaleras estrechas de madera de la casa se podía escuchar el ruido del cincel. Y cuando entraba al piso allí estaba él en su mesa de trabajo realizando una obra maestra en madera de caoba. Sabía varios idiomas y viajaba habitualmente a Italia.
Ciro salía al conservatorio muy temprano, yo me levantaba solo en casa y claro, todos los diás tenía que coger el tren de cercanías para llegar a París. En el piso vivía otro personaje muy peculiar. Tibor, era un Luthier de origen Húngaro que trabajaba en un taller creando arcos para violines, violas y violonchelos a las ordenes de uno de los mejores maestros de la profesión. Tenían encargos de músicos de todas partes del mundo. Cuando llegaba a casa por la noche, y subía las escaleras estrechas de madera de la casa se podía escuchar el ruido del cincel. Y cuando entraba al piso allí estaba él en su mesa de trabajo realizando una obra maestra en madera de caoba. Sabía varios idiomas y viajaba habitualmente a Italia.
Conviví con ellos varios días. Alguna noche disfrutaba de conciertos improvisados de violín con algún compañero que se acercaba a casa para exihibir su talento. Otras noches nos trasladabamos a las casas de sus compañeros, muchos de ellos colombianos, y la fiesta se montaba con percusionistas, guitarras, trompetistas y demás músicos influenciados por el mágico sabor de la cerveza. Luego volvíamos caminando y riendonos por las calles frías de diciembre bajo la luz de las farolas y recordando los mejores momentos de la noche. Una de esas noches, ya en casa, filosofamos sobre las relaciones con las mujeres y Tibor acuñó una frase que escribí en mi diario. " El amor, si no se hace, muere." Aunque parezca mentira, fue una de las amigas colombianas de Ciro la que me enseñó a cocinar creppes. Todas estas peripecias me ayudaron a soltarme un poco y aprender unas cuantas frases chapurreadas en francés que me sirvieron para decirle a la jefa de estación que quería ir a Caen.
Después de dos horas de trayecto en un vagón solitario de tren llegué a Caen. La ciudad fue destruída casi completamente por los bombardeos americanos en la campaña del desembarco de Normandía. http://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_Caen

La primera tarde salí a pasear por la ciudad. Era una tarde soleada así que esperé a las seis para que la luz del sol ayudara a mi cámara fotográfica a sacar unas buenas fotografías. Caen es una ciudad con muchas iglesias y catedrales.
El desnivel de la catedral es evidente

2 comentarios:
Cualquier camino que se tercie en nuestras vidas estan lleno de señales, coincidencia que nos va enlazando y llevando hacia nuestro destino. Describe de una forma muy bella ese camino por el que ha transcurrido momentos de tu existencia y que para el lector le permite disfrutar de el como si estuviera alli. Un saludo
Hola Hada del sur. gracias por tu comentario me reconforta mucho, Tú sigue también escribiendo esto es una gran medicina.
Publicar un comentario