jueves, 13 de noviembre de 2008

ARIAN (PARTE I)


El frío de la noche penetraba cortante a través del cuello de la casaca de Arian. La oscuridad, de vez en cuando, se hacía cómplice del relámpago repentino de una bala de mortero que caía cerca de su posición. La tierra temblaba y luego el silencio aterrador presagiaba una nueva tregua entre los alejados gritos mortales y las balas que rasgaban el dominio de la noche. En ese momento una sensación de inquietud invadía todo su cuerpo. Pensaba cuanto tiempo duraría ese silencio. ¿Unos segundos?, ¿Un minuto? ¿días tal vez? Lo cierto es que en ese mínimo espacio de tiempo que invadía sus oídos, su corazón se destrozaba en pedazos, sus pulsaciones se aceleraban y lograba sentir la sombra de la guadaña muy cerca.

Usaba un pequeño lápiz que apenas podían sostener sus dedos. Escribía una carta a duras penas improvisadamente. Utilizaba su muslo como punto de apoyo. Caían pequeñas gotas de lluvia que mojaban el papel haciendo que la tinta se corriese mientras hacía lo posible para cubrir el papel sin que las palabras se escurriesen en la humedad de la noche. Terminó de escribir las últimas palabras: "te amaré eternamente. Siempre tuyo, Arian".

Besó el pequeño pliegue blanco y negro tintado y luego se lo metió en el bolsillo. De nuevo una nueva carga de metralla, el zumbido de una bala que se estrellaba contra un saco de arena mojado situado sobre él y todo volvía a la normalidad: la monotonía del frente era así.

De vez en cuando varios compañeros armados con fusiles pasaban corriendo y agachados. Fumaba una pequeña colilla que había encontrado en el barracón de oficiales. Llevaba siete horas bajo la trinchera sin hacer absolutamente nada. Había estado oyendo el silbido de las balas y los gemidos de sus compañeros que regresaban de primera línea. La pequeña lumbre que desprendía la colilla dejaba entrever sus rasgos a distancia. Cualquier compañero tres metros más allá podía distinguir perfectamente su cara. No era muy alto, tenía dos enormes ojos negros que contrastaban con su cara embadurnada de barro que ofrecían un aspecto poco agradable, como si de un gato pardo se tratase. Pese a ello era bastante atractivo. Su cabello era rubio y en su sien, una cicatriz perpetuaba en su rostro una pequeña travesura de la infancia que le daba un aspecto varonil. Vestía una vieja casaca de color grisáceo, unas botas negras desgastadas por largas caminatas y un casco gris con un impacto de bala. Atuendos que sólo se había quitado en un par de ocasiones para asearse en las últimas semanas, y que le habían entregado el primer día que llegó a la compañía.

Por aquel entonces, habían pasado dos meses desde que se alistó. Un cartel en la oficina de reclutamiento de la ciudad en la que vivía había sido el culpable.
"¡¡ALISTATE AL EJERCITO!: TU PAÍS TE NECESITA, LUCHA POR NUESTRA PATRIA Y POR LA LIBERTAD"
Arian siempre había sido un chico muy inquieto. A sus veinte años ya había recorrido todo el país. Esta vez, influenciado por la euforia de la guerra, decidió alistarse para ver mundo.
Lo que no sabía es que el mundo que iba a ver, dejaría una huella imborrable en su corazón y en su vida.
¡De pronto! mientras se colocaba el casco, el ruido de una corneta sonó como un despertador desafinado. Se dio media vuelta, se terminó de poner bien el casco y se tumbó cuerpo a tierra. Algo gordo se estaba cociendo, pensó. Posiblemente un ataque sorpresa. Arian nunca había entrado en un combate cara a cara. Hasta el momento sólo se había dedicado a caminar junto a la tropa, a construir puentes y a hacer guardia en los barracones de oficiales.
¡Arriba esos culos pandilla de gandules! Gritó el capitán. Hoy será un gran día ¿Ven a esos cabrones al otro lado de la zanja? Arian alzó el cuello y miró a través de los sacos mojados. Vio como a lo lejos los cañones de los fusiles enemigos sobresalían bajo la trinchera esperando dar caza a su presa. Un sudor frió recorrió su cara y se coló sin dificultad por la cicatriz de la sien. En ese momento deseó con todas sus fuerzas escaparse de allí lo más rápido posible, pero la voz del capitán volvió a sonar con un aire duro que delataba el propio miedo que sentía aquel hombre que vestía una casaca repleta de medallas y que destacaba por su gran bigote prepotente.


Escondía su terror entre los gritos a sus soldados. De pronto, el capitán señaló a Arian con la fusta que imperaba en su mano derecha y dijo: - Tú, soldado ¿Qué haces haí mirando las musarañas? Ponte bien ese casco-. Arian con un gesto casi de niño, bajó la mirada y vio como no se lo había atado. Con un rápido movimiento se colocó aquel casco mugriento que le hacía sentir un frío extraño en la cabeza, como si se hubiese aplicado un paño mojado en la frente.
El capitán volvió a dirigirse a la tropa: - Se nos ha encargado atacar la primera línea de trincheras del enemigo. Esos cerdos han de estar muertos antes del amanecer. Carguen sus fusiles, asegúrense de llevar el casco y cuando oigan mi señal: corran como despiadados y maten a todo lo que se mueva ante ustedes ¡Entendido! Al unísono, sonó un seco – ¡Sí, señor!-.

Arian se mantuvo en silencio. Miró a su lado y observó a un chico acurrucado con la espalda apoyada en una de las paredes de la húmeda trinchera. Lloraba, y con ligeros golpecitos de cabeza desgajaba la tierra que se desprendía de la pared de barro. En ese momento la mente de Arian estaba en blanco. Sus ojos, se perdían en la infinitud del humo de los cigarrillos que ya dejaba entrever el amanecer que presagiaba una nueva carnicería. Era extraño, pero la visión del soldado llorón le causó cierto bienestar en su interior, como si las lágrimas de aquel individuo fuesen las suyas. Lágrimas de desahogo ante tanta impotencia, ante el desastre que se avecinaba. Parecía como si sus dos almas se hubiesen unido para gritar: ¡Quiero irme a casa!
La corneta sonó a carga y sin darse cuenta Arian se vio corriendo al lado de cientos de compañeros con casacas grises que gritaban como posesos. Cada paso que daba era un paso más hacía la muerte, pero Arian ya se había resignado. Pensó que la vida se había cansado de él y que como a muchos jóvenes de su edad, aquella guerra lo había sentenciado desde el día en que se alistó en la oficina de reclutamiento.
Un grito desgarrador le estremeció. Ante él yacía el cuerpo de un compañero totalmente destrozado, sin las dos extremidades inferiores, la sangre corría acompañada por el agua de la lluvia que se detenía ante sus botas. Sin apenas tener tiempo para reaccionar, un reguero de sangre salpicó su cara, otro compañero, atravesado por una bala que le había destrozado el cuello, caía cerca de él: era el muchacho que vio llorar en la trinchera. Arian cayó al suelo llorando de rabia. Deseaba morir en ese instante, sintió que su vida carecía por completo de sentido. Aquel terrorífico escenario le invitaba al mayor de los dolores internos: El miedo.


La impotencia que sentía, era el principal cómplice de las lágrimas derramadas en aquel campo de batalla de la muerte. Mientras tanto, cientos de compañeros seguían pasando a su alrededor, uno de ellos lo sujetó por el brazo e intentó que se reincorporara, pero Arian no tenía fuerzas para seguir adelante, quería quedarse allí, empapándose de la sangre y las lágrimas que la lluvia le ofrecía sin rechistar. Era curioso. En todo aquel infierno de sangre y muerte, la lluvia ejercía como un poder purificador. Por eso seguía allí. El agua del cielo era su aliento de vida en aquella soledad.

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