viernes, 14 de noviembre de 2008

ARIAN (PARTE II)


Los rayos del amanecer dejaron entrever sus ganas de tregua, ya no se oían los gritos de los soldados. Abrió los ojos. Palpó su cuerpo. Incomprensiblemente ¡Estaba vivo! pero herido. Por un instante su miedo y su dolor desaparecieron como si hubiese despertado con un beso de la mañana. Pero cuando se levantó, la realidad era otra. A su alrededor cientos de cadáveres sembraban un aspecto desolador ante sus ojos. El frío matinal, envolvía los cuerpos inertes con su brisa. Lamentos, cuerpos mutilados, ríos de sangre y un terrible olor a carne humana hicieron que Arian vomitase los pocos escrúpulos que le quedaban. El olor nauseabundo había paralizado sus piernas. Comenzó a andar con cierta dificultad por el mar de cadáveres, dirigiéndose a un pequeño grupo de árboles que se extendía a unos doscientos metros de él. La trinchera enemiga había sido totalmente aniquilada y los cuerpos inertes de los enemigos se extendían a lo largo de ella. Extremidades, excrementos, fusiles, cuerpos carbonizados. Toda la inmundicia humana en menos de un metro cuadrado bajo tierra. Sin duda una gran victoria para la tropa y para el puto orgullo de su capitán-pensó Arian-. Que más le daba a él la victoria- se preguntaba-, aquella guerra en la que se alistó para ver mundo le había inflingido la mayor de las derrotas: El odio a su propia raza, el sentimiento culpable de la destrucción del espíritu humano, ser una parte más de un destino sin esperanza.
De nuevo su pensamiento lo trasladó a la oficina de reclutamiento, y al cartel que decía:
“¡¡ ALÍSTATE AL EJÉRCITO!: TÚ PAÍS TE NECESITA, LUCHA POR NUESTRA LIBERTAD”
Era gracioso pensar que todo lo que había experimentado esa noche, era una lucha por la libertad. ¿Acaso era la libertad, privar de la vida a miles de personas? se preguntó
Caminó a duras penas durante largo rato a través de la espesura de los árboles. La lluvia caída la noche anterior hacía que las hojas de los pinos desprendieran gotas de agua que mojaban los helechos que dominaban la húmeda tierra del lugar. Era como estar en un oasis natural algo que le ayudó a recuperar cierta tranquilidad.
Arian había pensado desertar y encaminar sus pasos hacía la verdadera libertad: Escapar de aquella absurda guerra. Sacó la carta que había escrito y la apretó fuertemente, luego la metió en el bolsillo del pecho de la sangrante casaca.
Sus pies le seguían por un sendero angosto. Cada paso se confundía con el sonido de las hojas de los árboles, que se agitaban con la ligera brisa de la mañana. A ambos lados del sendero, la gran fila de árboles le vigilaba extendiéndose varios kilómetros y mirándolo como un reo que se dirige por el pasillo de la muerte.
Estuvo andando durante dos horas por aquel túnel de flores, helechos y árboles milenarios. Un pensamiento repentino le hizo sentir envidia de aquellos gigantes verdes que le miraban impasibles. Cuando él muriese ellos seguirían siendo testigos de miles de mañanas en las que la lluvia volvería a regar las ramas eternamente igual que él amaría a Irene.
Era extraño, pero se había obsesionado con la muerte después de alistarse al ejército y ahora la intuía de cerca.
Exhausto, se sentó en una roca junto al camino. Con la vista fija en el suelo, sus dedos peinaron la melena aún sucia por el barro de la batalla. Un suspiro profundo, ahogó su aliento y se coló entre mil pensamientos que cruzaron su cabeza destino a lo más profundo de su instinto vital. De pronto se levantó y con un rápido movimiento dio una patada al fusil apoyado en la roca. Se arrancó con rabia los galones del uniforme y luego cayó de rodillas ante los árboles, que como implacables jueces, extendían sus ramas para recoger la clemencia pedida por el joven. Un llanto mudo se dibujó en su cara, no sabía qué hacer ni a dónde ir. Se encontraba en una tierra extraña y lejos de su casa. Decidió no pensar más y descansar. El pie de un árbol caído, le sirvió como improvisado lecho. Cerró los ojos.

El paisaje había cambiado, se encontraba en la cima de una colina y a lo lejos divisaba un paisaje desolador: los cuervos sobrevolaban un terreno inhóspito, regado de cadáveres. Se repartían los trozos de carne en una orgía depredadora. Algunos se peleaban pico con pico, por un pedazo de ojo que despedazaban soltando un asqueroso líquido transparente que otro cuervo divisó desde las alturas y se lanzó a sorber. Los árboles no tenían hojas, la tierra, con un tono rojizo se extendía tiñendo brazos, piernas y troncos deshechos. Ante este espectáculo fantasmagórico, allí estaba Arian, con su uniforme de gala, reluciente y completamente nuevo. Se echó un vistazo de arriba a bajo, sentía como si fuese un Cesar o un Napoleón después de una batalla. Cuando desde lo más alto, observa los frutos de su poder y entonces se cree el amo del mundo, el gran destructor. Entonces, tiemblen hermanos, porque su poder es inmenso y el mundo se rendirá ante el odio de un pobre espíritu.
De pronto se oyó una sonora carcajada procedente del aterrador llano. Se hizo la oscuridad mientras una risa se incrementaba cada vez más y más. Intentó salir de aquella colina aterradora, pero cual fue su sorpresa cuando notó que sus pies no se movían de la tierra seca. Lo intentó con todas sus fuerzas pero estaba paralizado. Sus píes querían reaccionar pero cada batida hacía que la tierra levantase un ligero polvo que no le permitía ver. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Era como si toda su red intravenosa se transformase en una red de alta tensión. Por fin se dio por vencido. Dos lágrimas de impotencia cayeron sobre sus zapatos nuevos, ya sucios por el continuo meneo al que habían sido sometidos. De pronto la carta que escribió en la trinchera salió de su bolsillo y se perdió en los confines del cielo. Cuando las lágrimas se secaron divisó en la profunda oscuridad, una gigantesca sombra que se acercaba y de donde provenía la carcajada que había oído anteriormente. A tan sólo cien metros de él, un gigante de veinte metros, vestido con uniforme verde, le señalaba con una fusta mientras reía abundantemente. Era el capitán. Intentó escapar pero no podía porque estaba sólo.
El ruido de la sirena del barco le sorprendió. En ese momento sus ojos estaban perdidos en el horizonte y no llegaba a oír a Irene, que llorando, le acariciaba la cara con sus dulces manos. El cuadro que mostraban los dos en aquel puerto repleto de soldados de infantería y demás maquinaria de guerra, recordaba a una estatua que perpetúa el amor de los amantes que se separan en el último pedazo de tierra del mundo. El puerto se extendía lo largo de la costa de la ciudad, miles de buques flotaban en sus aguas esperando llenarse de soldados y zarpar hacía la lucha por la libertad. ¡Que irónico! : la lucha por la libertad tiene estas cosas. Renunciar a otras muchas, pensaba Arian. Irene le dijo una vez más: - prométeme que escribirás-. Arian seguía vagabundeando en su pensamiento y no la oyó. Irene volvió a insistir: - Arian, ¿No me oyes?, ¿Me escribirás? Arian apartó la vista del barco que debía llevarlo al frente y miró profundamente a Irene, como si supiese que esa era la última vez que la vería. Acarició su pelo terso y negro como el ébano y deslizó con suavidad las yemas de sus dedos por la tez blanca de la joven. Irene ere camarera, no era muy alta y sus ojos negros dejaban entrever una profunda humildad que la caracterizaba y que siempre utilizaba como tarjeta de presentación. El soldado, volvió a fijar sus ojos en los de ella. Su mirada le transmitió una paz que Irene nunca había sentido. Llevaban tres años juntos y pese a ser muy jóvenes, su relación había estado marcada por las dificultades. Pero aquella mirada, salvó todo los malos momentos vividos hasta ese instante. Irene sabía que lo quería, hasta ese momento no le había sentido tan cerca de sí. Pensó que quizás, era el amor del que siempre había dudado. Siempre pensaba en el amor como algo que se compartía y que finalmente acaba agotándose. Pero en aquel momento sintió que pasase lo que pasase amaría a Arian toda su vida.
La sirena del barco volvió a llamar por tercera vez. Arian cogió su saco de viaje y se lo echó al hombro: - debo irme mi vida, prometo que te escribiré-. Cuídate y vive cada día como si fuese el último. Hazlo por mí. Irene contestó con un abrazo que Arian guardó para siempre en su corazón.
El barco de Arian zarpaba y miles de pañuelos blancos despedían a los héroes de la nación que partían a la lucha. Irene, desde el embarcadero, no necesitó decir adiós. Sus lágrimas fueron la mejor despedida para Arian que lanzándole un beso volado lloró pensando que ya podía morirse tranquilo. Mientras, Irene seguiría allí esperándole, por los siglos de los siglos…

Fue su último recuerdo bajo el árbol. Siguió delirando unos instantes hasta que alzó la vista al cielo. Entre las ojas marrones de la encina vió salir el sol. Una sonrisa se dibujo en su cara recordando por última vez a Irene mientras el gigantesco capitán se derretía y él exhalaba su último suspiro.

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