lunes, 24 de noviembre de 2008

SUPUESTOS (Diario de un reportero gráfico)

Con la resaca aún martilleando mi cabeza, volví a mirar la foto en la pantalla de mi cámara digital Canon DS. El tren de regreso había partido desde muy temprano, aunque con dos minutos de retraso, por culpa de un pueblerino que había elegido el vagón donde me encontraba, como escondite para un pequeño caniche que no pudo soportar el agobio de encontrarse en la mochila sin apertura. No tardó en ser descubierto por el revisor de turno, que decomisó al animal, para vanagloria de la señora que se encontraba detrás de mi asiento.- ¡Qué falta de civismo, hoy en día la gente se salta las arreglas a la torera!- le decía a una amiga. A juzgar por las respuestas al diálogo que mantuvo con su compañera en la siguiente hora de trayecto, deseé salir de aquel engendro metálico antes de que los gusanos del aburrimiento, se comieran mis tímpanos y mi capacidad comunicativa. La señora contribuyó a mi resaca, que adquirió el grado de supernova cerebral. Hablaba sin cesar ¡Bla, bla, bla! Sobre su desmesurada preocupación por algunos dolores que padecía desde hacía dos años en las falanges de los dedos de su pie derecho (no estaba yo para oír hablar de falanges en ese momento), luego se puso a opinar de la repercusión social de la muerte de la protagonista de una telenovela de éxito y de las desgracias y alegrías supuestas en el último mes, por la contratación de lo último en satélites televisivos. Después se detuvo a describir la consecuente ignorancia tecnológica de su marido, que no lograba hacer ni una "o" (permítaseme la licencia) con el mando a distancia del receptor de antena. Este hilo ambiental envenenó mis oídos hasta que se bajó del tren que hasta ese momento se había ganado merced a la señora y a mi interminable resaca, la categoría de "puto".

El redactor jefe, no se había lucido con la elección de la foto en la página de sucesos de la edición que sostenía en mis manos. De las veinte instantáneas que había enviado a última hora de la tarde, eligió una que no era gran cosa, pero poco más servía para atestiguar lo que había sucedido con el pequeño niño que jugaba tranquilamente a las afueras de Valdesequillo en la mañana del pasado viernes, Una pequeña localidad a unos trescientos kilómetros de Madrid. Ahora aquel tren me devolvía al punto de partida: la estación de Atocha.

Desde allí había partido hacía dos días con mi cámara fotográfica al hombro y con la tarea de aportar el documento gráfico a mi redactor de turno que como de costumbre, vivía encerrado entre las cuatro esquinas de una de las mesas de la redacción del periódico. Un vaso de café a medias, el teléfono y el ordenador conformaban su hábitat para pasar la tarde, y mientras yo, esperaba coger un tren de cercanías que me llevase hasta el lugar de la noticia. Un fin de semana, que se iba a la mierda por culpa de un maniático depresivo al que se le había ocurrido la genial idea de asesinar, descuartizar y hacer desaparecer los restos de un niño de 12 años. Intenté tomarme la situación con la mayor filosofía posible desperdiciando el que podría haber sido mi último cigarrillo para el trayecto, que se ahogó entre el frío cemento del andén y la suela desgastada de mi zapatilla. El viaje no fue largo, en dos horas ya estaba plantado en el cuartel de la Guardia Civil que quedaba muy cerca de la estación de tren. Mi compañero, les había informado de que yo iba a pasar por allí, y una vez presenté mi acreditación de prensa no dudaron en llevarme al lugar de los hechos. Me acompañaban dos guardias con su clásico uniforme verde. El mayor, era un poco regordete mientras que el más joven siempre seguía los pasos de su compañero allí donde fuese. Se podía ver en sus ojos que hacía poco que había entrado en el cuartelillo y aún no andaba con paso firme y decidido. La pareja me acompañó hasta un cerro, a un kilómetro del pueblo, en un jeep viejo y descolorido pero en el que aún se podía distinguir el escudo de la benemérita. Cuando llegamos, fui el primero en bajar del coche y me adelanté a los guardias subiendo por un pequeño sendero que llevaba a lo alto de la colina, intuyendo que era el lugar del crimen por lo que había sonsacado a los agentes durante el trayecto. Cuando llegué a la cima, aún se apreciaban los restos del homicidio, un rastro de sangre seca, y un fuerte olor a amoniaco flotaban en el ambiente. Hice varías tiradas con mi cámara. Los guardias civiles me habían dicho que el asesino había dejado, aparte de la sangre, una prueba evidente: una falange del dedo de la víctima de doce años, reconocible por una pequeña cicatriz que le había causado el corte de un cuchillo cuando contaba ocho años. Observaba la sangre, a la misma vez que trataba de imaginar el brutal asesinato, cuando oí los pasos de la pareja de guardia civiles que se acercaba. Fue el momento en el que les saqué una foto, aprovechando la magnifica vista que me proporcionaba el valle de la localidad. El niño asesinado era muy conocido en un pueblo de tan sólo tres mil habitantes. Tenían un retrato robot del que supuestamente era el asesino, que me entregaron para que lo publicara en la edición del domingo. El retrato había sido diseñado según la descripción de un vecino que había visto por última vez al niño en la mañana del crimen con un acompañante al que sólo vio de espaldas. Poco podía aportar aquel retrato, salvo el supuesto pelo semi calvo del supuesto asesino que supuestamente no debía pertenecer al pueblo, según las supuestas investigaciones realizadas por el supuesto jefe de la Guardia Civil de la supuesta provincia. Y digo esto porque supuestamente yo tenía que suponer que todo lo allí ocurrido eran supuestos indicios de una supuesta desaparición del cadáver del niño.
Llamé a la redacción, donde Enrique, el redactor de sucesos de guardia que, "por supuesto", había salido a la cafetería en busca de unos bollos, dejando abandonado su "puesto" así que mandé la foto a su correo electrónico a través de mi ordenador portátil. El muy cabrón siempre se las ingeniaba para no estar disponible cuando se le necesitaba. Seguramente estaría probando una buena raya de polvo blanco en el cuarto de baño. Un ritual que repetía cada tarde de domingo como si se tratase del buen cristiano que toma el cuerpo de Cristo en el día del Señor. Lo cierto es que yo alguna vez lo había probado y en ese momento los ángeles celestiales se me presentaban en forma de zapatos de cuero de mujer. Nada más lejos de la realidad, comprendí su ausencia.

Media hora más tarde acabé mi trabajo. Esta vez había sido fácil, no tuve que soportar los llantos de la madre ni los gritos de los familiares en el funeral ya que no había cadáver. Las instrucciones eran simples, una foto del lugar del crimen, del resto ya se encargarían las agencias. -¡Vaya trabajo de mierda! pensé.
Mi tren no salía hasta el día siguiente así que como el periódico pagaba los gastos, decidí tomarme la tarde libre para disfrutar del ambiente de Valdesequillo.
Me senté en la terraza de un viejo bar de la plaza mayor del pueblo donde sonaba de fondo un tango argentino, por su puesto de Gardel, de quién si no, no se podía esperar más de aquel pueblo perdido en plena meseta central. Inspirado por la música y las notas que salían por la boca del “mítico”, me vino el antojo de escuchar al gran maestro Julio Gobbi, ese sí que era un auténtico tanguista, aunque me conformé con Gardel, que tampoco estaba mal y cuyo eco rebotaba en cada una de las esquinas de aquel lugar poco mayor que toda la redacción de mi periódico. Di la última calada a una colilla que encontró el reposo de un cenicero que se transparentaba como mi conciencia y pedí un gin tonic con agua para limpiar las asperezas de mi estómago. El humo extinto se consumía con las últimas fuerzas de un día agotador. Otro día solitario, como lo habían sido los últimos años de mi vida. Mi vida se había convertido en una fotografía diaria en blanco y negro, sin rumbo, sin dirección, a la deriva, buscando la noticia: entre lo indiferente y un nuevo cigarrillo que prendía los primeros segundos de la noche ya entrante con el impulso de mis labios. Me preguntaba qué podría haber sentido el niño en los instantes previos a su muerte. ¿Dolor? ¿Miedo? ¿Paz? ¿Qué siente uno cuando lo matan? Una vez más me asaltó un mismo pensamiento: yo estaba allí para que el mundo supiese lo que había pasado ¿Era en cierto modo un demiurgo, un creador de la verdad, o un mero comunicador? Mi ética, no dejaba culpabilizar la crueldad y la inhumanidad del suceso. El asesino andaba suelto, quizás sentado a pocos metros de mí, en aquel viejo bar. El fugaz pensamiento hizo que me fijase un momento en un señor de edad media y con escaso pelo que se encontraba sentado dos mesas más allá de la mía. Aunque ya había oscurecido, leía la edición del día, de un periódico posiblemente local, al juzgar por su nombre “El Heraldo”. Al sentirse observado, alzó su mirada por encima de las hojas del diario. Quizá estuviese siguiendo mis pasos, quizá me hubiese seguido hasta la colina, junto a la pareja de guardias civiles y hubiese estado calculando el momento para deshacerse de mí. -¡Bah! son sólo supuestos-.La paranoia me duró justo el tiempo en el que por los altavoces del bar comenzó a sonar "a mis manos" de Julio Gobbi y mis labios saborearon el eterno penúltimo trago de Gin Tonic de la noche.

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