sábado, 20 de diciembre de 2008

SKYE: LA ISLA DEL CIELO

Llevaba dos días deambulando por las tierras altas de Escocia y decidí ir a la isla de Skye que me había recomendado visitar un guía español antes de salir de Edimburgo y que el antiguo pueblo celta llamaba 'Eilean Sgitheanach, la Isla Alada. Para los Vikingos que se acercaban desde el mar, era Sky-a, la Isla del Cielo.




Me acompañaba en el viaje mi amigo Daniel Miller. Él conducía el coche con el que atravesamos el puente colgante de 2 kilómetros que separa la isla de la otra isla: El Reino Unido.

Llegamos a Skye antes de la media tarde y decidimos recorrerla hasta que se nos hiciera de noche. Tras el puente, nos encontramos con un pequeño pueblo con una gasolinera, un bar-restaurante y algunas pequeñas casas adosadas con sus jardines verdes rociados de juguetes para niños. Era como si participaramos en una película americana. Nos adentramos en la isla. Cuanto más avanzábamos, menos casas veíamos hasta internarnos en una tierra totalmente virgen. Paramos en varias ocasiones para ver el paisaje. La isla posee un microclima especial que la inunda de brumas y nieblas. Cuando bajabamos del coche sólo oíamos el sonido del viento y sentíamos un aire húmedo y frío. Nadie alrededor, ni un coche que nos siguiera, nada. La isla tiene una extensión de poco má de 1500 kilómetros cuadrados en donde viven cerca de 10.000 personas.

El paisaje durante la primera hora me recordaba las fotos que había visto de Islandia. La humedad seca dibujaba un paisaje austero. La isla estaba rodeada de grandes montañas rocosas y valles por los que se deslizaban pequeñas cascadas de agua.




Tan pronto, cruzabas un largo lago, como entrabas en otro valle que desemboca en el mar. La tundra se apodera de gran parte de la isla. La vegetación está adaptada a la gran humedad que aquí se respira. Era imposible creer que nos encontrabamos en el interior de una isla porque a nuestro alrededor parecía que viajábamos en el interior de un continente. Las únicas compañeras durante una hora en coche, habían sido las ovejas que pastan a sus anchas por estos parajes. Más lante en nuestra ruta, llegamos a una zona donde avistamos un gran número de gaviotas. Paramos de nuevo el coche. El mar estaba cerca, lo intuía. Aproveche para sacar algunas fotos a las gaviotas que se posaban en las rocas. A lo lejos oí a Daniel que se había adelantado, que me llamaba. Fui al trote y entonces me dí cuenta del porqué de la llamada. Ante nosotros estaban los imponentes acantilados de Neist Point. Un continuo de paredes inmensas de roca erosionada y esculpida por el mar durante siglos, que ahora se nos mostraba con toda su belleza. Como si se hubiesen puestos guapas para ser fotografiadas. De hecho la fotografía que saqué fue de postal. El acantilado se había vestido con sus mejores galas. Incluso un torrente de agua se deslizaba por la roca hasta llegar al mar. Si alongabas la cabeza se podía apreciar como el viento se colaba entre las grietas de la pared y se oía el sonido del roce, del que brotaban notas en zumbidos. El viento estaba componiendo su melodía y los recobecos del acantilado hacían la función de instrumento. Como si fueran los tubos del órgano de una iglesia. Las gaviotas acompañaban a la natural composición con su canto. Nunca había escuchado algo igual.


Después del concierto y una hora y media en coche mas adelante, topamos con una bonita bahía (Punta Neist). Desde tierra, se podían atisbar dos grandes roques que parecían sacados de una película de piratas. Cerca de la playa, junto a una colina, había un bar. Decidimos reponer fuerzas con un buen café escocés. El dueño estaba a punto de cerrar y no nos miró con buena cara cuando entramos y le pedimos una consumisión. En una esquina, sólo quedaban sus amigos que apuraban las últimas cervezas, hablando sobre algún partido de la liga de fútbol escocesa.
El local era bonito. Una barra de caoba y cuadros esculpidos en madera, pendían de la pared. Por lo menos nos pudimos calentar con la calefacción porque ya había caído la noche y la temperatura había bajado considerablemente. Nos tomamos el café. Sabía a muertos. El dueño quiso vengarse de alguna manera por interrumpirle el cierre, sirviéndonos las sobras de aquel asqueroso café del día. Cuando salimos de allí estube casi una hora con dolor de estómago hasta que llegamos al pueblo de Portree. El más poblado de la isla. Entramos pasadas las 11 de la noche. Comenzó a llover y no lograbamos encontrar ni un local abierto. Por fin dimos con una tasca en la que debían reunirse todos los juergustas del pueblo. Estaba llena de escoceses. Todos bebían cervezas en grandes jarras. En una esquina, una mujer y un hombre se disponían a comenzar lo que parecía un concierto. Mientras estaba en el baño descargando el café de Neist, comenzó el espectáculo. Oí el sonido del violín , aquellos músicos calmaron mi dolor de bajo vientre que luego aplaqué con una buena jarra de cerveza. El sonido era melodioso. Allí estabamos, en mitad de la tasca junto a decenas de escoceses con sus mofletes rojos de alcohol de cebada, dando palmas y golpeaado el suelo con las suelas de sus zapatos. Perdidos en aquella isla, con la lluvia de por medio, y eso sí, brindando por Skye y su buena gente. Despedimos la noche mientras sonaban lo acordes de la música celta.
Estuvimos un rato disfrutando del ambiente hasta que volvimos al coche. El día había sido duro y necesitabamos descansar. No teníamos el suficiente dinero para quedarnos una noche en algún hostal del pueblo y si lo hubiera a esa hora debía estar ya cerrado, así que volvímos a elegir dormir en el coche para mala suerte de nuestros huesos y músculos. Hizo frío durante toda la noche. Nos levantamos temprano, los cristales estaban empañados y el rocío bañaba el coche. Sacamos el cuerpo de aquella nevera y volvimos por otra ruta más rápida no antes sin visitar algunos de los míticos castillos gaélicos. Volvimos al lugar de partida. Antes de proseguir con el viaje hasta nuestra siguiente parada: Invernees, decidimos desayunar en el bar-restaurante que habíamos visto el día anterior. Entramos, no había un alma. Sólo una señora con un delantal que nos preguntó qué queriamos. Le dijimos que desayunar. Puedo asegurar que el desayuno que tomé aquel día fue sin duda el más deliciso y copioso que mi estómago deboró jamás. Un plató con huevos fritos, arroz, beicon y alubias me llenó el estómago para el resto del día. Estuve sin probar vocado. Salí de aquella isla misteriosa de Skye con aquel último recuerdo: el del desayuno que aún guardo en mi mente.

No hay comentarios: