miércoles, 5 de noviembre de 2008

LA PARADA DE ZELIVSKEHO


Me bajé en Zelivskeho, el cementerio cerraba a las seis de la tarde. Acababa de terminar de leer " El periodista deportivo" de Richard Ford que me había cautivado con una lectura entretenida que en un principio me pareció simple pero que desprendía un mensaje real y claro "En la vida no hay temas trascendentales. Las cosas suceden y luego se acaban, y eso es todo".
Había cogido el metro desde la céntrica estación de Mustek. Después de dialogar sobre la Insoportable Levedad del ser de Kundera con un gallego cojo, que se sostenía en una muleta con una facilidad febril. No paraba de dar saltos con su única pierna de un lado a otro. Se ganaba la vida en la ciudad pidiendo limosna y sacándole el dinero a los españoles que visitaban su espacio al final de la plaza de Wenceslao (curiosamente en el mismo sitio por donde entraron los tanques rusos en la primavera de Praga) Hacía diez días que deambulaba por las calles buscando mi destino. Tres días antes se había cruzado en mi camino Lora, una joven eslovaca que se dedicaba desde hacía dos años a enseñar a los turistas el subsuelo de Praga. Sus mazmorras y su tétrica historia. Estaba cansada, quería volver a su país. Praga la agobiaba, Praga le parecía triste, oscura, gótica, agotaba su espíritu. Me dio buenas señas para encontrar un libro que hablaba de la relación de Kafka y la ciudad. Lo encontré justo donde me había dicho. En la plaza de la ciudad vieja bajo una de las esquinas de la catedral de Nuestra señora de Tyn. Decidí leerlo en una terraza cercana de la misma plaza. Un grupo de jóvenes mochileros jugaban con una pelota de trapo frente a la librería mientras unos reían y otros fumaban con los pies cruzados en el suelo. El día era espléndido me apetecía leer y al mismo tiempo regocijarme de pisar los lugares donde Max Brod y su amigo del alma, un tal Franz Kafka se veían o compartían charlas a menudo. Me había sentado hacía rato pero el camarero aún no había hecho acto de presencia. Una chica a mi lado, leía una guía de La República Checa. Vestía una blusa de seda blanca y una falda larga negra con una gafas de sol Vogue a juego. Era joven, podría tener unos 27 años Cuando el camarero se acercó para cobrarle la cuenta la oí hablar. Deduje que era norteamericana por su acento. Me harté de valor y la abordé con una sonrisa cuando hizo el amago de mirarme, pero me devolvió el regalo cerrando la guía y dejando una propina de 50 céntimos de coronas Checas. El camarero se acercó y en un correcto español ensalzado por un acento del centro europeo me preguntó ¿Deseaba algo señor? Me levante dándole un No gracias y me fuí al centro de la plaza.


Caía la tarde y tomé dirección al Karluv Most o puente de Carlos a lo largo de la calle KARLOVA. Aquel trayecto ejercía de poderoso imán a mis pies. Había hecho el mismo camino tres o cuatro veces cada día desde hacía una semana en dirección y vuelta del puente. El puente me atrapaba y vivía inerte en mis sueños. Las estatuas frías que lo lindaban, seguían dando la espalda al gran castillo y al río Moldava mientras miles de turistas cruzaban a diario sus miradas hacia la negra piedra que las levantaba.





Al final del puente se había una casita con un pequeño balcón coronado por la imagen de un santo. Un sueño me fustigaba muchas noches. Yo me encontraba en el interior de aquella casa en una habitación de madera con una cama rodeada de finas telas de Cachemira. De pronto la ventana se habría violentamente por el soplo del viento y una mujer vestida totalmente con sábanas de seda blanca me cogía de la mano y me llevaba con ella. En ese instante volvía a mi niñez. mientras ella me paseaba surcando los aires por el puente de Carlos, la visión aérea era muy diferente a la terrenal era el rey de Praga, un Golem resucitado.










Bajo el puente estaba la isla de Kampa. Con un poco de suerte, me pude alejar de la muchedumbre de gente que pasaba a diario por el puente en dirección al Castillo. Parecía hormigas ciegas buscando el hormiguero. Kampa se abrió ante mí. No me costó mucho encontrar el rincón de la paz de John Lennon. Una pared conla cara del beatle pintada y firmada por miles de mini graffitis y firmas de visitantes. Una joven asiática había llegado hasta allí, no sé muy bien si buscando las huellas de Oko Ono. Retraté el instante.
Eran las sensaciones de un día que pasaron por mi mente en el instante que cogía un Kipá azul de papel de la mesa de la entrada del cementerio. No me hacía falta guía, em dejé guiar por el instinto. El cementerio era bastante grande. Las tumbas no tenían nada que ver con las del Cementerio del barrio judío de Josefov. Allí me había encontrado días atrás a un rabino que oraba ante una de las lápidas que estaba recubierta de pequeñas piedras que habían colocado los visitantes. La ceremonia parecía solemne y su sombreo de ala ancha y su tirabuzones se movían con cada movimiento de cabeza arriba y abajo. Contemplé la escena desde la lejanía intentando empaparme del lugar. Cientos de lápidas desgastadas se enterraban sin organización alguna a lo largo de montículos de tierra húmeda. Había llovido bastante la noche anterior y el olor era tan intenso que se metía en las paredes de la vieja y nueva Sinagogas judías del barrio.
Caminé cien metros y giré a la derecha cuatro calles más adelante estaba la tumba con la piedra gris en forma de diamante largo. Allí yacían los restos de los hermanos y de Franz Kafka.

El suelo estaba lleno de pequeños papelitos con mensajes, fragmentos de sus obras o poemas que los visitantes había dejado aguantados por piedrecitas. En esto no se distinguía de las tumbas de otros personajes que había visitado. Cerca de allí corte el tallo de una pequeña margarita amarilla y la alojé en su lápida. Estuve sentado un rato sin hablar, en silencio. Durante ese periodo, solo un grupo de mexicanos aparecieron para dejar su recuerdo. Decidí que ya me podía ir al hotel.
Me había tomado con calma lo de buscar la tumba de Kafka y sólo lo había preguntado en el museo que existe en la esquina de su casa natal en Praga. Cuando me dieron la dirección me impresionó saber que el hotel (Don Giovanni, como la ópera)que había elegido para domir, se encontraba justo en frente del cementerio y que su tumba, daba a la ventana de mi habitación. Lógicamente la parada de Zleviskeho donde me bajaba a diario para regresar a dormir, se quedó grabada en mi mente para siempre.