viernes, 9 de enero de 2009

FRÍO

Aunque no vivo en Madrid, no he podido dejar de emocionarme al ver la copiosa capa de nieve que cubre gran parte de la península ibérica. Los informativos nacionales hablan de atascos, caos circulatorio en las ciudades y en los transportes aéreos y marítimos. Y yo, de vacaciones. Hoy me levanté tarde, pasadas las 13.00 horas, y nada más conectarme al mundo, sentí una sana envidia por no estar allí, en tan intensa nevada, que tiñe de blanco no sólo las calles, los coches y los edificios sino también el alma. Recuerdo que la primera vez que vi nevar fue en Andorra hace ya unos cinco años. No olvidaré el tacto de los copos de nieve depositándose en la palma de mi mano. Hoy a más de 3000 kilómetros de distancia, en las que llaman paradisiacas "islas afortunadas" he retomado aquella sensación.
Hace dos días cogí un barco desde Tenerife para acercarme a Gran Canaria. Arribé a la isla para entrevistar a Dolores Quesada, madre de Javier Fernández Quesada. Un alumno de la Universidad de la Laguna en Tenerife que fue asesinado por un Guardia Civil el 12 de Diciembre de 1977. 32 años después el caso aún no se ha clarificado y su asesino continúa en libertad. Es uno de mis propósitos para el año que ha entrado. Realizar un documental sobre la vida de este joven que encontró la muerte en una manifestación sin quererlo ni beberlo cuando lo democracia aún no había dado sus primeros pasos en España. Sin embargo, el encuentro con la madre de Javier fue muy calido. Con ella compartí durante dos horas, los escritos y cartas que su hijo Javier le envíaba en vida. Javier estudiaba biología y era amante de las flores, me repetía mientras me enseñaba unas pequeñas cajas de cerillas con semillas que su hijo recogía de los lugares que visitaba. Me quedé con una frase que la madre rescató de unas de las cartas y que heló aún más mi corazón.
"Si el amor es cómo las flores que se marchitan...porqué nacer? ¡Pero es que son tan bonitas!"

Después de despedirme y quedar para otra ocasión, salí a pasear por la capital grancanaria. Aquí no nieva pero hace mucho frío. Desde 1973, Canarias no registraba un invierno tan fresco. Mis pasos se perdían en la calle Tríana (unas de las calles principales), al son de los anuncios de las rebajas y las bolsas repletas de artículos a mitad de precio. Detrás de mí, sonaban los estornudos repetidos de una señora que apenas podía hablar por el móvil. Más adelante, un señor, se sentaba en un banco para sacar a pasear una terrible moquera y los más jóvenes andaban con sus pañuelos palestinos atados a la garganta como bufandas, como sí el conflicto de oriente medio les ahogara sin que apenas pudieran sentirlo. Cayeron pequeñas gotas amenazadoras de lluvía y proseguí mi camino hasta que mi curiosidad se topó con Carlos, un limpiabotas que según me contó después, vive en una pequeña habitación, con el dinero que gana de sacarle brillo a los zapatos a los que se pueden permitir el lujo de que "otros" se los limpien.
Antes de acercarme a hablar con él estuve un rato observándole. Después de media hora, por fín un señor mayor con chaqueta se sentó en el banco y Carlos sacó de su cajita de madera el cepillo y el lustrador para interpretar su pequeño vals. Arriba y abajo, de un lado a otro, con arte y garbo, cepillaba el zapato de aquel burgués que encedió un puro y abrió su periódico. Aquella imagen sumisa me despertaba tan tremenda antipatía hacia el cliente, que cuando terminó, despachó unas monedas y se marchó con la cabeza en alta y apurando el humo del cigarro que había comprado anteriormente en un estanco de enfrente pensé: ojalá se atragante con el humo. Pero entendí que esta era la forma en la que Carlos se ganaba la vida. A él no le importaba hacer aquel trabajo, es más. A lo largo de los años había convertido su oficio en un arte y me comentaba orgulloso que grandes personalidades y políticos se acercaban a su puesto para sacar brillo a sus zapatos. Carlos era portugués de nacimiento. No le pregunté la edad pero llevaba más de 49 años ejerciendo todo tipo de oficios. Incluso llegó a estar embarcado. Con gracia, me comentaba que todo lo que sabía, se lo había enseñado su experiencia vital. Que era un catedrático de la vida y que lo más importante para él era mostrar la solidaridad por las personas que no tenían techo. Limpiando tres o cuatro pares al día podía conseguir los 300 euros al mes que le pedían por una habitación en una vieja pensión en la que dormía. Me dejó su dirección y me alejé regalándole una sonrisa mientras que yo, una vez más, volví a sentír el frío y no el físico.

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